29 de Mayo del 2008

 

angel palomo
mi amigo del alma queda.

 

“Yo he sido un hombre moderadamente feliz, porque he sabido contentarme con lo poco que tenía”…. Así se expresaba Julio Selva, el presidente de sala, ante el nuevo y joven magistrado al que había invitado a cenar en su  casa, rodeado de grabados coloreados (que habían traído a mi memoria aquel trabajo de antaño, para mi desconocido, y que consistía en aplicar diversos retoques de óleo sobre tarjetas postales) de hules y bolillos que cubrían mesa y televisor, de almidonados reposabrazos sobre aterciopeladas butacas. ¡Si no hubiéramos estado en la Barcelona de 1980 hubierame creído en un sueño de Azorín¡. Y sin embargo de Julio aprendí moderación.

Tan parco era el hombre en sus enfados y alegrías, tan moderado en su felicidad, que con gran jolgorio comentaban los compañeros de trabajo el que fuera su máximo disgusto conmigo, provocado por mi ausencia del trabajo el día de mi onomástica; “Estoy tan, tan enfadado, había dicho a todos, que no voy a llamar para felicitarlo.”.

Como es de suponer del bueno de mi presidente de Sala aprendí más que del resto de mis compañeros (por no faltar a la verdad he de decir que Emilio no le iba a la zaga en cualidades), ¿y que mejor elogio de una persona que conocerla como “el bueno”.

Tal cual no referimos los amigos a Palomo; “¡Vamos a ver al bueno de Ángel¡”. Y , hala, allá que nos íbamos, no a su casa, sino al taller, desván, hospital de trastos caducos y aula de experimentación que al más puro estilo de granero del alma había construido en medio del  campo, junto a su vivienda.

Éramos los allí presentes la palmaria prueba de que el síndrome de Diógenes no es privilegio de mendigos sino de tarados y pues que ninguno de los comulgantes en aquel cenobio habíamos conseguido, ni lo hemos logrado todavía, escapar al maleficio de creer a las cosas con alma ¿Cómo negarles el agua y la sal?.

Dimos así, unos en amparar papeles, otros latas, el de más allá libros, aquel cerámicas, y aun hubo quien mendigaba recuerdos de una vieja guerra. Y como quiera que de todos nosotros, Ángel era, y sigue siendo, el más humano, vino en acoger en su seno viejas maderas, que a la postre no son sino lo único vivo de cuanto recogemos, la única materia orgánica que sin alteración en su estructura nos acompaña diariamente.

Por eso no es verdad del  todo que nos guste su textura "per se", lo que realmente nos conmueve al pasar la mano sobre una tabla es saberla parte de un ser  vivo y anodino en su existir; el Árbol. Árbol que tal cual Julio, tal cual Ángel, fue bueno, y así, por añadidura, feliz en ese su existir.

Hoy, aquellos fastuosos amores de nuestro amigo  han acabado trayendo de nuevo a la vida a carcomidas puertas, mohosas ventanas y desvencijadas sillas, que resucitadas por el amor del bueno de Ángel se burlan, desde su inocuidad del alocado devenir humano y cínicamente se ríen, las maderas de todo aquello que provoco su ruina física y Ángel de todo aquello de lo que consiguió escapar.

De esta forma un cepo espera al incauto que se acomode en la silla sobre la que esta colocado, o un ojo nos contempla desde la cerradura de una puerta con mirada inquisitorial o una muñequita se “apolla” sobre una representación fálica, o un Cristo se ve enjaulado como un Canario.

Junto a la burla, la tristeza por el devenir, la desazón por la soledad, encarnada en una magnifica obra en que la huida de una tierra calcinada por el sol y representada por unas muletas, una bota, una maleta…. Parece conducir a un nuevo mundo (representado por los zapatos de un niño) tras el cual se levantaran no obstante unas nuevas alambradas (todo ello en desangelado grito de queja por los exiliados en Francia tras la guerra civil). Y en sus trabajos renace de nuevo la esperanza merced a un altar sobre el que se erige una ajada bota o a una ventana desde la que una blanca mano nos brinda una llave.

Todos nosotros hemos entendido en Ángel que no nos conforman las almas egregias sino las almas humanas, las almas con más honor que honores.